Hoy se conmemora en todo el mundo el Día del Traductor. La celebración ha sido promovida por la Federación Internacional de Traductores desde su
creación el 1953. En 1991 la FIT lanzó la idea de un Día Internacional
de la Traducción oficialmente reconocido para mostrar la solidaridad de la
comunidad de traductores en todo el mundo en un esfuerzo por promover la
profesión de traductor en los diferentes países (no sólo en los cristianos).
Esta es una oportunidad para mostrar el orgullo de una profesión que cada vez tiene más en esta era de progresiva
globalización. Coincide con el Día de San Jerónimo, considerado por
muchos como el primer traductor y el patrono de los traductores. San Jerónimo
tradujo la Biblia al latín, por allá en el 383 d.C., versión denominada
"Vulgata" (probablemente llamada así porque el latín era la lengua
del pueblo, y hasta ese entonces la Biblia solamente se encontraba disponible
para quienes conocían el griego y el hebreo) y, además, hizo toda una defensa
de su traducción en la época, con un documento que se considera como el primer
tratado de traductología:
La Vulgata de San Jerónimo
La primera traducción
de la Biblia al latín fue hecha por San Jerónimo y se llamó la
"Vulgata" (año 383 AD). El latín era entonces el idioma común en
el mundo Mediterráneo. San Jerónimo en un principio tradujo del texto
hebreo del canon de Palestina. Su estilo era mas elegante y en
algunas frases distinto a la Traducción de los Setenta. Además le faltaban los
libros deuterocanónicos por no estar en el texto hebreo. Esto produjo
una polémica entre los cristianos. En defensa de su traducción, San Jerónimo
escribió una carta: "Ad Pachmmachium de optimo
genere interpretandi", la cual es el primer tratado acerca de
la traductología. Por eso se le considera el padre de esta disciplina. Ahí
explica, entre otras cosas el motivo por el cual considera inexacta a la
septuagésima. Finalmente se aceptó su versión, pero con la inclusión de los
libros deuterocanónicos. Por eso la Vulgata tiene todos los 46 libros.
Más o menos
desde 1991, la FIT
(Fédération Internationale des
Traducteurs - Federación Internacional de Traductores), a través de su
Comité de Relaciones Públicas, ha estado fomentando la celebración del 30 de
septiembre como el día internacional del traductor, no tanto como un
reconocimiento a San Jerónimo (que sería una celebración más bien religiosa)
sino como una forma de promover la profesión en un mundo cada vez más
globalizado y, por ende, dependiente de la actividad de los traductores.
Y sin más, os dejo un artículo publicado por El País para esta ocasión especial:
El País
El País
Cultura – Ida y vuelta
Los
traductores
Un mismo libro se vuelve otro ligeramente distinto
en la imaginación de cada lector. Esa metamorfosis es más acentuada aún en cada
traductor
Lo
fundamental tiende a ser o a volverse invisible. Porque son fundamentales y
porque su trabajo está en todas partes los traductores tienden a desvanecerse
en la invisibilidad, y también porque cuando mejor hacen su oficio menos
huellas quedan de él, hasta el punto de que parece que no hayan intervenido.
Notamos que una traducción “nos chirría” de una manera parecida a como notamos
el chirrido en los cambios de marchas que hace un conductor atacado o
inexperto. Salta una palabra rara, un giro que visiblemente pertenece a otra
lengua, y solo en ese momento recapacitamos de verdad en el hecho de estar
leyendo una traducción. Que pensemos casi exclusivamente en el traductor cuando
intuimos que se ha equivocado es una prueba simultánea del valor de ese trabajo
y del poco reconocimiento que suele recibir, más todavía en unos tiempos en los
que los textos circulan por Internet sin la menor constancia de su origen y en
los que algunas personas imaginan que no hay mucha diferencia entre un
traductor automático y un corrector automático de ortografía.
Pero
quizás siempre ha sido así. Yo reparé en que la mayor parte de los libros que
leía habían sido traducidos por alguien casi tan tardíamente como en que las
películas tenían un director. Llevo toda la vida agradeciendo el efecto que
tuvieron sobre mi imaginación y mi vocación las novelas de Julio Verne —no me
acostumbro a escribir Jules—, pero nunca he pensado en las personas casi
siempre anónimas que las traducían, seguramente con muy escaso beneficio, para
las editoriales Bruguera, Sopena o Molino. La primera vez que supe el nombre de
uno de los traductores de Verne fue cuando en los años de avaricia lectora de
la universidad encontré las nuevas traducciones de algunas de sus mejores
novelas que Alianza encargó a Miguel Salabert, que también tradujo de nuevo por
aquellos años La educación sentimental y Madame Bovary. Pero
quién habría traducido para mí sin que yo lo supiera El conde de Montecristo, o
el Diario de Daniel o Papillon o Sinuhé el egipcio, por no
ponernos exquisitos en el recuento de lecturas, o aquellas páginas de La
peste que me parecía adecuado llenar de frases subrayadas, quizás con la
esperanza de que alguien (del sexo femenino preferiblemente) tomara nota
admirativa de mi agudeza intelectual.
Un
amigo editor y poeta muy querido y monstruosamente sabio me aseguraba hace poco
que ha decidido dejar de leer traducciones, porque ha llegado a la convicción
de que le compensa más concentrarse en las literaturas de lenguas que ya
conoce. Como en su caso éstas incluyen, que yo sepa, el castellano, el catalán,
el francés, el alemán, el italiano, el latín y el inglés, tengo la impresión de
que mi amigo no es muy representativo. Los demás, en mayor o menor medida,
necesitamos la mediación continua de los traductores, y es un indicio de
nuestra creciente penuria intelectual que en estos tiempos de abaratamientos y
recortes se note tanto la baja consideración del oficio, la poca recompensa que
obtienen los mejores y la prisa o el descuido con que se dejan pasar
traducciones mediocres o directamente inaceptables. Curiosamente, también la
mala traducción tiene sus admiradores, y su influencia literaria: cada vez más
encuentra uno artículos de periódico e incluso páginas de novelas que están
escritos como si fueran traducciones inexpertas del inglés, o incluso atroces
doblajes de películas. Se ve que por los caminos de la ignorancia y el
papanatismo estamos volviendo a los tiempos de mi adolescencia, cuando las
estrellas del pop autóctono no tenían idea de inglés pero afectaban un acento
americano al cantar en español.
Quien más depende del traductor, claro, es el escritor mismo. Eres en otra
lengua exactamente lo que tu traductor haga de ti. En la mayor parte de los
casos, y salvo ese amigo mío políglota que bien puede saber más lenguas de las
que yo creo, o haber aprendido alguna más desde la última vez que hablé con él
por teléfono (quizás tenga todavía más capacidad de hablar por teléfono que de
aprender idiomas), uno está entregado de pies y manos: un día recibes un libro
que debe de ser tuyo porque está tu nombre en la portada, y quizás tu foto en
la solapa, pero eso que seguramente se parecerá mucho a lo que tú escribiste
hace tiempo es del todo indescifrable, a veces tanto como si estuviera escrito
en los caracteres de una antigua lengua extinguida. Hace falta un acto de fe:
si uno sabe cuántas veces ha disfrutado, ha aprendido, se ha emocionado,
leyendo traducciones del ruso o del japonés, o del hebreo, o del griego, cabe
perfectamente la posibilidad de que ahora suceda el efecto inverso. Gracias al
traductor ocurrirá un prodigio: lo que tú has escrito resonará en la conciencia
de alguien en una lengua del todo ajena a ti, en lugares del mundo en los que no
vas a estar nunca. Personas que te parecen tan ajenas como habitantes de la
Luna resulta que son casi exactamente como tú. Puedo atestiguar que casi cada
día, por ejemplo, Elvira Lindo recibe desde Irán cartas de lectores
adolescentes y jóvenes que se han vuelto adictos a las aventuras de Manolito
Gafotas en farsi. Lo más singular, sin dejar de serlo, resulta ser inteligible
en casi cualquier parte. Algo se pierde siempre hasta en la mejor traducción,
pero también se gana algo, o se fortalece algo, quizás el núcleo de
universalidad que hay siempre en la literatura.
Durante un par de días, en Ámsterdam, he convivido con un grupo de
traductores de mis libros: al holandés, al francés, al alemán. Algunos, de
tanto trabajar conmigo durante años, ya eran amigos míos: Philippe Bataillon,
Willi Zurbrüggen; a los demás los he ido conociendo estos días: Jacqueline
Hulst, Ester van Buuren, Adri Boon, Erik Coenen, Frieda Kleinjan-van Braam,
Tineke Hillegers-Zijlmans. Un mismo libro se vuelve otro ligeramente distinto en
la imaginación de cada lector: pero esa multiplicación, esa metamorfosis, es
más acentuada aún en el caso de cada traductor. El traductor es el lector
máximo, el lector tan completo que acaba escribiendo palabra por palabra el
libro que lee. Él o ella es quien detecta los errores y los descuidos que el
autor no vio y los editores no corrigieron. Él se ve forzado a medir el peso y
el sentido de cada palabra con mucho más escrúpulo que el novelista mismo.
Willi Zurbrüggen utilizó un término musical para hablar de su trabajo: lo que
más se parece a una traducción, sobre todo entre lenguas tan distintas como el
español y el alemán, es la transcripción de una pieza musical.
Escuchaba
hablar a estas personas, tan distintas entre sí, tan iguales en su devoción por
el trabajo que hacen, y sentía gratitud y algo de remordimiento: una palabra
que yo elegí por azar o instinto, una frase a la que dediqué tal vez unos
minutos, les han podido causar horas o días de desvelo. Aprender sobre los
límites de lo que puede ser traducido lo hace a uno más consciente de que
también hay límites a lo que las palabras mismas pueden decir.
No hay comentarios :
Publicar un comentario